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Águeda García de Durango
Responsable de Contenidos y Comunidad de iAgua.

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Érase una vez una chica cuya madre se murió de cáncer de pulmón. Sé que no es la mejor manera de comenzar una historia, pero este hecho desencadenó todo lo que vino después.

La madre en cuestión era fumadora, y su hija (nuestra protagonista) había heredado el vicio. Sin embargo, la muerte de una de las personas más importantes de su vida cambió muchas cosas, o más bien fue el detonante para que muchas cosas cambiaran.

La chica se dio cuenta de lo malo del hábito, y decidió dejarlo. A ello le sumó más salidas al campo para “recuperar” sus pulmones, y descubrió que estar en contacto con la naturaleza le gustaba mucho. De ahí nacieron las ganas de hacer deporte, las carreras, los paseos y las excursiones.

Su producción de residuos era tan cercana a 0 que apenas tenía un cubo en casa al que raramente llegaba algo de basura

Pero faltaba algo para sentirse mucho mejor aún: el siguiente paso que dio fue cambiar su alimentación. Adiós a las 3 Coca-Colas diarias y los procesados. Hola frutas, verduras, legumbres, carne, pescado, huevos, arroz. Alimentos en los que no había que consultar etiqueta.

Siendo ya una persona medianamente sana y medianamente deportista, nuestra chica adoptó un gatito. Entonces desarrolló su inmenso amor por los animales, y poco a poco inició su transición hacia una dieta completamente vegana (no entraremos a valorar la ética de su decisión, simplemente este dato nos servirá después para entender la historia). Incluso llegó a alcanzar ciertas cotas de popularidad en Instagram como gurú del veganismo.

En este punto, tal era su “conexión” con el medio ambiente que, haciendo una exhaustiva investigación por Internet, vio que era relativamente accesible comprar en determinados tiendas a granel, disminuyendo así el impacto de los envases.

En esos mismos comercios, cada vez con mayor frecuencia, se permitía a los clientes traerse sus propios envases y bolsas para llevarse el producto. Por ello, la chica hizo varias adquisiciones en Amazon, y desde ese momento compró en sus propios recipientes. Y no solo eso: sorprendentemente, podía tener casi cualquier cosa de forma “no obsolescente” (a excepción del móvil y el portátil): cepillo de dientes, cuchilla, esponja, plumas recargables, copa menstrual, tazas para tomarse el café fuera de casa… Así, fue sustituyendo todos los objetos de uso cotidiano poco a poco por otros (mucho) más duraderos. Por supuesto, también aprendió a hacerse sus propias cremas. En realidad, no era tan complicado.

Para rizar el rizo de la concienciación ambiental, la chica se enteró de que su ciudad estaba dando compostadores gracias a un programa de educación ambiental municipal. Se apuntó, y al poco tiempo instaló el suyo en un rincón de la cocina. El compost lo utilizaba en su mini huerto, instalado en la terraza de su casa. Cuando le sobraba, se lo regalaba a los vecinos.

Con ello, su producción de residuos era tan cercana a 0 que apenas tenía un cubo en casa al que raramente llegaba algo de basura. Aquí cobra importancia lo del veganismo: ni siquiera tenía los típicos papeles donde se envuelve la carne o el pescado. Ni, consecuentemente, los restos de dichas comidas.

Un día, su padre (con toda su buena intención, hemos de decir) le envió un regalo muy aparatoso, envuelto en miles de plásticos y cajas. La chica no sabía cómo aprovecharlos porque estaba rotos, así que se bajó a la calle a tirarlos a un contenedor de reciclaje (pensemos que con la mecánica de vida que lleva, ya sabía de antes dónde encontrarlos). Al llegar allí, vio un contenedor azul, uno amarillo y uno marrón, sin ningún tipo de identificador a simple vista. Y fue ahí, estimado lector, cuando nuestra protagonista se dio cuenta de que se le había olvidado cómo se reciclaba. No tenía ni idea de en qué sitio poner cada cosa, así que se lo preguntó a un chico que también venía a tirar su basura.

FIN.

Esta historia está basada en hechos (muy) reales.

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